Territorio perdido, que se exhibe el miércoles 27 de junio a las 20.10 en Ciudad de las Artes, es un título para no dejar pasar. La historia escrita empezó con Heródoto y desde entonces la mayoría de las historias son relatos de guerra. Es posible que no sepamos nada de la República Árabe Saharaui Democrática, cuya independencia data de 1976, excepto si uno sigue profesionalmente los pasos del primer historiador, o si uno es un cineasta sensible como Pierre-Yves Vandeweerd, que con Territorio perdido culmina una trilogía sobre esta región conflictiva en la zona occidental del Sahara, alguna vez colonia española, hoy territorio ocupado por Marruecos.
El director belga sólo filma el rostro (y las manos) de quienes tendrán a cargo la reconstrucción de la memoria de una matanza. A su vez, establece un vínculo sempiterno entre el desierto, sus habitantes y los camellos, y es quizás por eso que, de los siete testimonios que se escuchan (algunos sobre las atrocidades cometidas por los marroquíes y mauritanos en el pasado, y otros sobre la situación actual, pese al cese de fuego de 1991: testimonios sobre torturas, violaciones, fusilamientos y explosiones), el relato de un guía del desierto resulta visceral y ancestral. Él, que sabe escuchar el arte del silencio y reconoce el sonido de las piedras, las plantas y el viento, informa que del otro lado hay un sitio sagrado de peregrinación que los nómades solían visitar para honrar a sus ancestros. Hoy, en ese otro lado, por donde los camellos circulan en libertad, los jóvenes saharauis, comprometidos o no en la Intifada, son detenidos ilegalmente. No son aún "la gente del vacío", un giro lingüístico para denotar la presencia invisible de los muertos, y luego para nombrar con propiedad a los desaparecidos. En el plano final, como en el inicial, los camellos tienen la palabra. Sus gritos parecen parafrasear un viejo dicho de Heródoto: "Lo que no es bueno para los hombres tampoco es bueno para los camellos".