El director belga sólo filma el rostro (y las manos) de quienes tendrán a cargo la reconstrucción de la memoria de una matanza. A su vez, establece un vínculo sempiterno entre el desierto, sus habitantes y los camellos, y es quizás por eso que, de los siete testimonios que se escuchan (algunos sobre las atrocidades cometidas por los marroquíes y mauritanos en el pasado, y otros sobre la situación actual, pese al cese de fuego de 1991: testimonios sobre torturas, violaciones, fusilamientos y explosiones), el relato de un guía del desierto resulta visceral y ancestral. Él, que sabe escuchar el arte del silencio y reconoce el sonido de las piedras, las plantas y el viento, informa que del otro lado hay un sitio sagrado de peregrinación que los nómades solían visitar para honrar a sus ancestros. Hoy, en ese otro lado, por donde los camellos circulan en libertad, los jóvenes saharauis, comprometidos o no en la Intifada, son detenidos ilegalmente. No son aún "la gente del vacío", un giro lingüístico para denotar la presencia invisible de los muertos, y luego para nombrar con propiedad a los desaparecidos. En el plano final, como en el inicial, los camellos tienen la palabra. Sus gritos parecen parafrasear un viejo dicho de Heródoto: "Lo que no es bueno para los hombres tampoco es bueno para los camellos".