A Jaida la arropan decenas de vecinos de Tan Tan. Esta ciudad marroquí es “un símbolo” de la lucha saharaui y donde se concentra el mayor número de responsables del Frente Polisario en las cercanías del Sáhara Occidental. Para llegar hasta aquí hay que recorrer cientos de kilómetros de desierto pedregoso. Un paisaje lunar que esconde a poca distancia el mar, lo que provoca que un ligero olor a algas se mezcle con la sequedad del ambiente. La entrada la señala una glorieta presidida por dos camellos, el animal que más recursos proporciona al lugar.
Los padres de Yahya hablan con voz débil en una casa de adobe que emula a las jaimas del desierto. La única planta del piso está dividida en varias dependencias y el espacio principal está reservado a un salón cubierto de mantas y repleto de cojines. En uno de ellos está Mohammed Echfed. Es el abuelo del detenido e ídolo de toda la comunidad saharaui del lugar. A sus 75 años yace postrado en medio de la habitación. La edad ha sellado sus ojos, recubiertos por una fina capa de pus. Sus familiares y vecinos le retiran de vez en cuando las moscas que se le posan. Y él, a cambio, escucha en silencio y vierte sus sentencias como si de un oráculo se tratara. “España vendió el Sáhara a Marruecos“, suelta de repente. “El mundo no quiere saber nada de esto”, añade.
Torturas de Marruecos
Todos lo escuchan. Es su ejemplo. Perteneció al Frente Polisario y sufrió todo tipo de maltratos por parte de las fuerza de seguridad marroquíes. De estas convulsas sesiones dan fe sus dos brazos amputados. Su rostro, no obstante, se ilumina con la presencia de visitantes.
Son parte de los 25.000 saharauis que conviven en esta población de casi 70.000 habitantes, según el último censo elaborado por Marruecos, en 2004. Una suerte de parcela en tierra de nadie que controla desde 1958 el reino de Marruecos. La última ciudad antes de cruzar la hipotética frontera del Sáhara Occidental. Y una de las que más lucha por la autodeterminación de este pueblo.
Una ardua tarea obstaculizada por las autoridades marroquíes. Según explica Khoumani Cheikh -presidente regional del partido político La Vía Democrática y miembro del Colectivo de Defensores de Derechos Humanos Saharauis (Codesa), presidido por la activista Aminatou Haidar- la silenciosa colonización de esta ciudad se está llevando a cabo de tres formas diferentes. Por un lado, el Gobierno envía cientos de funcionarios a la zona para mantener su mayoría censal. Por otro, devalúa el valor de los pisos para que los ciudadanos con menos recursos emigren a este apartado rincón en busca de una existencia más barata. Y, por fin, trufando de subsidios a los desempleados que se mudan allá. “Estamos como en Gaza”, resume.
Todo lo contrario que lo que se le ofrece a los jóvenes de la comarca. Ellos, sin centros universitarios y con amplias trabas burocráticas para solicitar cualquier documento, optan por dos salidas: dispersarse por el resto del país para estudiar o trabajar e intentar surcar el océano para llegar a las Islas Canarias. Así lo confirman los datos del organismo oficial Alto Comisionado para el Plan: un 18,6% de la población entre los 15 y los 24 años está en paro. Una referencia que no distingue entre marroquíes y saharauis residentes en el país y que el profesor de Historia de Tan Tan Brahim Mouhssin define como un “éxodo forzoso”.
Un contexto que encaja con el que quiere mostrar Marruecos. En la reciente visita del enviado especial del secretario general de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher Ross, las asociaciones por los derechos humanos denunciaron imparcialidad y un muestreo sesgado. Ross, no obstante, alegó haberse reunido tanto con independentistas como con personas “que solo quieren una vida mejor” y explicó que “las familias de Sáhara Occidental siguen soportando condiciones adversas y separaciones dolorosas que ahora afectan a tres generaciones”. “La necesidad de una solución es cada vez más urgente”, redactó antes de que Francia, Rusia y España abortaran la propuesta de EE UU para que la Minurso, el contingente de la ONU desplegado en el Sáhara, pudiese supervisar el respeto de los derechos humanos. “Se está preparando una nueva cumbre de Oslo, como la que hubo para Palestina”, insiste Khoumani.
También lo cree Mahjoub. Este chico de 35 años acaba de regresar de España. Emigró hace 17 años junto a algunos de sus hermanos para poder trabajar y enviar dinero a su familia. Ahora dirige, junto a una decena de miembros, la Coordinación Saharaui por la Defensa de los Derechos Humanos. Con un fluido castellano de deje andaluz, nos guía por las calles que aún parecen tener cierta armonía en este árido descampado. Una de las paradas consiste en ojear las ruinas de un calabozo construido por los españoles. A cada paso, uno de los cientos de militares que controlan la zona se le acerca para preguntarle su nombre y su relación con los invitados.
No son los únicos. También lo hacen de forma inquisitiva sus vecinos marroquíes. “Hay mucho racismo”, apunta, “y todos saben quién es cada uno”. Lo dice mientras explica la turbulenta historia de esta franja de tierra nombrada con el sonido que hacían los recipientes al golpear los pozos de agua: durante los años de colonia española en el Sáhara, Tan Tan sirvió de base militar. En 1958 se convirtió en zona franca hasta el final de la Guerra de Sidi Ifni, en 1969. Y el 6 de noviembre de 1975 sirvió de punto de salida de la célebre “marcha verde”.
Esta retirada de tropas españolas conllevó el reparto del Sáhara Occidental entre Marruecos y Mauritania. Un acuerdo tripartito consumado en Madrid el 14 de noviembre de 1975 por el que se traspasó la “administración” del territorio a esos dos países. Y con el que se encarnizó la pelea de su pueblo por la independencia.
Una autonomía que, 38 años después, sigue en entredicho. Las colonias marroquíes cada vez son más sólidas mientras la menguante población autóctona se ve diezmada debido a las adversidades. De los 405.000 saharauis estimados por la Minurso, 170.000 viven en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia. El resto se distribuye entre el espacio controlado por Marruecos, gestionado en torno a El Aaiún, y varias ciudades marroquíes como Tan Tan.
Mahjoub Aillal es uno de ellos. Este joven de 26 años dispara su historia sin parpadear. Manteniendo una mirada que rezuma rabia, inquina. En febrero fue puesto en libertad. Llevaba cuatro años en varias cárceles del territorio marroquí -Agadir, Tetuán, Tiznit, recuerda- acusado de matar a un policía. Junto a él, otras 15 personas fueron detenidas. Algunos siguen presos en paradero desconocido. Él es libre y no tiene miedo. “Me da igual que me lleven de nuevo”, desembucha, “no me voy a rendir hasta conseguir el objetivo por el que pelearon nuestros padres: un Sáhara libre”. Lo dice convencido mientras reparte un té verde con habilidad de trilero.
No es el único que defiende esta postura. A su lado, Sahel Hertimi asiente en cada sentencia. Contable e informático de 30 años, recuesta su tronco sobre dos brazos ortopédicos. A los 12 años le reventó una mina antipersona a unos kilómetros de su casa, en dirección a Argelia, en el este. Se quedó sin extremidades superiores y con problemas oculares. Gracias a una asociación sueca que ayuda a los damnificados por minas antipersona consiguió someterse a varias operaciones y articular las prótesis con las que sujeta la taza de té y un cigarrillo.
Los recursos naturales
“Ahora mismo, la lucha por los servicios sociales y por los recursos naturales del Sáhara está en Tan Tan”, sostiene una portavoz del colectivo Sahara Thawra de Madrid. “Desde allí tienen más acceso a los contactos con la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH) y es más fácil reclamar la soberanía del territorio, aunque no pertenezcan”. “Estos últimos brotes de revuelta, además, han hecho que el ejército marroquí haya intensificado sus ataques”. Se refiere a las últimas protestas que han tenido lugar en El Aaiún, donde decenas de manifestantes, según Codesa, y 70 policías, según el Gobierno, han resultado heridos. Una respuesta que no se veía en la capital de la excolonia española desde el establecimiento de los campamentos de Agdaym Izik, en octubre de 2010.
La llama surgida en estos asentamientos se extendió a otras poblaciones cercanas. En Tan Tan, centenares de personas desafiaron a las autoridades y decenas fueron arrestadas. Entonces, el rey Mohammed VI afirmó que no toleraría “ninguna violación, alteración o puesta en duda de la marroquinidad" de la parte del Sáhara Occidental. Y, tras la disolución de Agdaym Izik, el ministro de Asuntos Exteriores saharaui, Mohamed Uld Salek, calificó el acto de “barbarie" y demandó una intervención urgente del Consejo de Seguridad de la ONU.
“No fue una revolución, pero sí un acto de resistencia civil”, matiza Khoumani. Una intransigencia que estimuló la reivindicación de un pueblo en tierra de nadie y que provocó que cada mañana Hassan y Jaida nublen sus pupilas recordando a su hijo. “El mundo no quiere saber nada de esto”, repite Mohammed Echfed mientras su nieta, de unos meses, revolotea ajena al drama y ellos observan el documento de identidad y una foto borrosa de Yahya en la pantalla del móvil. Su único cobijo y, a su vez, la mayor de las torturas: la violencia psicológica.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net